El verano es ocasión propicia
para retomar el hábito de la lectura, y disfrutar del placer que nos procura a
aquellos que somos felices en compañía de un buen libro. Por falta de tiempo,
durante el resto del año he abandonado prácticamente las novelas, pero en
verano recupero ese regusto juvenil por la literatura de ficción.
Como hace ya mucho me di cuenta
de que no me quedan años de vida suficientes para leer todo lo que me gustaría
leer, que es muchísimo, trato de seleccionar cuidadosamente mis lecturas.
Este verano he leído La Romana, de Alberto Moravia, en la
magnífica traducción de Francisco Ayala, Suave
es la noche, de F. Scott Fitzgerald, traducida por Rafael Ruiz de la Cuesta
y tengo actualmente entre mis manos Las
uvas de la ira, de J. Steinbeck, traducido en esta ocasión por María Coy.
En estas tres novelas adquiere un
especial protagonismo la mujer, a pesar de estar escritas por hombres. Qué
sería la vida del varón sin la mujer nadie lo sabe, pero de lo que podemos
estar seguro es de que vagaríamos sin rumbo por un siniestro océano de
desconsuelo y desesperación, pues el referente femenino nos es tan necesario
como el aire que respiramos, y creo no exagerar.
Pues bien, al estilo de aquel
maravilloso libro de texto de literatura de la editorial Santillana llamado
“Senda”, que muchos recordarán, y que para mi fue definitivo para afianzar mi
pasión por la literatura, transcribiré aquí algunos párrafos de estos libros
que me han emocionado especialmente, y que servirán de homenaje a la mujer, a
la madre, a la esposa, a la hija, que son quienes llenan de sentido la vida, y
ello en esta señalada fiesta dedicada a la Madre de todos los hombres, a la
Mujer por excelencia, a la criatura más perfecta salida de las manos de Dios.
1. La
Madre
En medio de la aspereza del
relato, de la descripción de la desesperanza, la pobreza ruin y la injusticia
con la que Steinbeck nos va contando las vicisitudes de una familia del medio
rural norteamericano de los años treinta del pasado siglo sobresale el retrato
de la Madre, palabra que pongo ahora con mayúscula por su magnificencia:
“Madre era pesada, pero no gorda; ancha a
fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela
gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el
estampado de flores, a fuerza de lavadas, era sólo de un gris algo más claro
que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos
y fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo fino
y de color acero, recogido en un moño escaso y ralo en la nuca. Los brazos,
fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran rechonchas y
delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del sol. Su rostro
lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana
parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor
y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma
superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su
posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podía ser tomado.
Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que
ella los reconociese, había intentado negar ella misma el dolor y el miedo. Y
ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba
alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones
adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se
podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había
obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición sanadora sus
manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma, desde su posición de
árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una
diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y
si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara la familia se vendría
abajo, privada de la voluntad de funcionar”.
2. La
felicidad
En La Romana, que su autor ha
concebido como un relato en primera persona de su protagonista, la joven y
exuberante Adriana, ésta describe que el anhelo último de su vida, el lugar
donde atisba la posibilidad de una felicidad modesta, posible y real estaría en la emulación de algo que vio:
“Una tarde de verano, paseando con mi madre
por la avenida, vi a través de la ventana de uno de aquellos chalecitos una
escena familiar que me quedó impresa y me pareció responder en un todo a la
idea que me hacía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero
limpia, con el empapelado de las paredes de flores, un aparador y una lámpara
central suspendida sobre la mesa puesta. En torno a la mesa cinco o seis
personas, entre ellas, me parece, tres niños de ocho a doce años. En medio de
la mesa, una sopera; y la madre, en pie, que servía la menestra. Parecerá
extraño, pero de todas estas cosas la que me chocó más fue la luz de la lámpara
central; o mejor, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que las cosas asumían
a aquella luz. Después, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción
que debía ponerme como meta habitar un día en una casa como ésa, tener una
familia como ésa y vivir en esa misma luz que parecía revelar la presencia de
tantos tranquilos y seguros afectos”.
Los grandes escritores son
capaces de suscitar intensas emociones en el alma de sus lectores con una hábil
sucesión de vocablos… a veces parece mentira lo perdurable que puede ser en
nosotros el recuerdo de algo que hemos leído, porque en su momento nos hizo
entrever que la felicidad existe y es posible. Describe en este sentido Fitzgerald
una situación que a todos nos ha ocurrido:
“A Rosemary se le volvieron a saltar las lágrimas cuando se enteró del
percance. Entre unas cosas y otras, había sido un día aguado, pero tenía la
sensación de que había aprendido algo, si bien no sabía exactamente qué. Luego
recordaría como felices todas las horas de aquella tarde, una de esas ocasiones
en que parece no ocurrir nada y que en el momento se sienten sólo como un nexo
entre el gozo del pasado y el futuro, pero que luego resultan haber sido el
gozo mismo”.
Imagen: http://santuario-virgendelcarmen.blogspot.com.es
No exageras, Joaquín.
ResponderEliminarLa mujer es imprescindible, existencialmente imprescindible, para el hombre. Por las razones más obvias y generales, que la naturaleza y la ciencia imponen -aunque a algunos les moleste-, pero también por las más personales e interiores.
Gracias por este excelente post, lleno de ternura y, me atrevo a decir, sentido común.
Gracias por tu comentario, Vicente, tan certero y amable como siempre.
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