La primera semana de este mes de septiembre de 2012 hemos tenido la inmensa dicha de peregrinar a los Santos Lugares. En este post, y espero que en alguno más, intentaré transmitir de alguna manera la grandeza de lo que se puede vivir allí.
El Santo Sepulcro
En el denominado Libro Azul, "Tierra Santa, Tierra de Jesús", proyectado y realizado por Santiago López Nájera, que la empresa
organizadora de la peregrinación a Tierra Santa entrega a todos los peregrinos, puede leerse:
“Este lugar encierra una fuerza y una sugestión tan grande que concita
las emociones más íntimas y profundas del peregrino; nadie puede permanecer
impasible cuando está en él. Y ello a pesar de la ubicación de
la Basílica, en medio de una aglomeración de casas apiñadas, intrincadas
callejuelas, abigarrados comercios, ruidoso y desordenado tránsito…
Al entrar en ella, la impresión es todavía más contradictoria;
confusión entre los distintos grupos religiosos que comparten el templo, con
sus particulares liturgias y sus diferentes gustos artísticos, evidenciados en
la complicada y a veces exagerada ornamentación.
El peregrino debe hacer un esfuerzo de concentración para abstraerse
del ambiente externo, a veces chocante y estridente, y concentrarse en sí mismo
para comprender el mensaje de Cristo”.
Pocas veces he
encontrado una descripción más precisa para describir a lo que uno va a sentir al visitar un lugar sagrado.
En efecto. El sábado es un día
que se considera apropiado para la visita a la Ciudad Vieja de Jerusalén y en
particular a la Basílica del Santo Sepulcro, ya que desde la
aparición en el firmamento de la primera estrella en la tarde del viernes, hasta las ocho de la tarde del sábado, se celebra el Sabbat judío, por lo que se espera que haya menos gente en las calles. Pero, lamentablemente, el enorme número de
peregrinos de todas las nacionalidades que abarrotan las calles y que acuden en auténticas hordas a visitar el Santo Sepulcro, precisamente en
la mañana del sábado, hacen que la visita no sea en absoluto agradable, y
resulte muy difícil alcanzar esa imprescindible concentración de la que habla
la guía que se acaba de citar.
Previamente, nuestro grupo había
hecho el Vía Crucis por la denominada Vía Dolorosa, cumpliendo hasta la novena
estación por las calles del Jerusalén Viejo y dejando las cinco últimas para
rezarlas en una de las entradas al Sacro recinto, en concreto la que da
acceso a la capilla regentada por la Iglesia Copta Etíope, -muy pobre y
entrañable, e impregnada de un olor indefinible- ya que aunque realmente
se encuentran situadas en el interior de la Basílica, materialmente resulta
imposible rezarlas allí.
Es una experiencia muy particular y conmovedora rezar en las calles, en medio del abigarrado tránsito y precedido y seguido de otros muchos grupos de peregrinos que hacen exactamente lo mismo. Los sentimientos se amontonan, pues un simple ejercicio de imaginación permite darse cuenta de que las calles que recorrió Nuestro Señor no serían muy diferentes de estas por las que discurrimos nosotros, como tampoco lo serían los olores, los sonidos, y el ambiente de entonces a los de ahora.
Es una experiencia muy particular y conmovedora rezar en las calles, en medio del abigarrado tránsito y precedido y seguido de otros muchos grupos de peregrinos que hacen exactamente lo mismo. Los sentimientos se amontonan, pues un simple ejercicio de imaginación permite darse cuenta de que las calles que recorrió Nuestro Señor no serían muy diferentes de estas por las que discurrimos nosotros, como tampoco lo serían los olores, los sonidos, y el ambiente de entonces a los de ahora.
Finalizado el Vía Crucis, llenos
de emoción, y tras hacernos la “foto
oficial” de nuestro grupo de peregrinos, accedimos al interior de la
Basílica a través de Atrio, patio del siglo XII, y en concreto de la única
puerta habilitada de las dos existentes, ya que la otra fue cerrada por
Saladino.
Lo primero que encontramos fue la
“Piedra de la Unción”, sobre la que
fue embalsamado el cuerpo muerto de Nuestro Redentor[1].
Los fieles se postran y la besan en gran número, el olor a rosas que desprende
es intensísimo, y la emoción que se siente al inclinarse sobre ella y besarla
es enorme.
Pero a partir de ahí la visita
mañanera me defraudó, pues los centenares de peregrinos que circulaban por
todas partes parecían en muchos casos no tener otro interés que el de hacer fotos,
muchas fotos, cuantas más mejor. Al acercarme al “Calvario”, la parte superior en la que se puede apreciar la roca
virgen del monte Calvario, donde tuvo lugar la Crucifixión, observé a un sujeto
que, agachado bajo al altar que cubre el lugar donde estuvo la Cruz giraba su cara y sonreía a
la persona que le estaba fotografiando. Me pareció una falta de respeto tal que
despreciaba la inmarcesible trascendencia del lugar en el que estábamos, por lo
que ya no quise ni pasar a besar la roca ni tan siquiera visitar la Edícula del
Santo Sepulcro[2].
Pero mi corazón, y el de mi
mujer, estaba muy conmovido y en absoluto parecía conformarse. Algo en ese
templo me estaba llamando con gritos imperiosos, por lo que por la tarde, a eso de las cinco y media, decidimos volver. El guía nos
informó de que por la tarde ya no habría grupos de peregrinos de los
tour-operadores, por lo que era posible que nos fuera más fácil y productiva la
visita.
Y en efecto así fue: a las seis
de la tarde, cerradas las puertas, (nosotros, afortunadamente, ya estábamos
dentro) se celebraban los cultos Litúrgicos de adoración de los Católicos (Franciscanos) y de los Ortodoxos Griegos. Se trata de
procesiones que transcurren por el interior del templo, con la máxima
solemnidad. Y cuando la liturgia es solemne, tradicional y dirigida, de
principio a fin, al Culto divino, es capaz de conmover hasta los cimientos a
cualquier persona, más aun si ésta es creyente y mínimamente sensible.
Y eso nos ocurrió a nosotros. Los escasos peregrinos (sobre todo en comparación con la masiva afluencia de la
mañana), la escasez de luz, la solemnísima estridencia del órgano, el fuerte olor a
incienso, el canto gregoriano latino, las candelas iluminando el rostro de cada
monje, la sencilla elegancia de los hábitos, el canto litúrgico ortodoxo, tan
profundo y distinto a lo que estamos acostumbrados a escuchar, la
concentración, el respeto y el amor al culto perfecto son factores que, conjugados con la consideración del lugar en el que nos hallábamos, el mismo en el que
Jesucristo fue crucificado, muerto y sepultado, y el mismo en el que resucitó de entre los muertos (pues ahora, ya casi sin gente, pudimos adorar el Calvario y
el Sepulcro), constituyen una experiencia de fe y emoción que muy difícilmente puede vivirse en otro lugar.
Pocas veces he sentido algo tan
profundo y conmovedor, quizá nunca antes. Sólo esos momentos, tan intensos,
justifican con creces cualquiera de los esfuerzos que hemos hecho para poder
peregrinar a Tierra Santa.
[1] En el Evangelio de Juan se
nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, “unas cien libras” y prosigue “Tomaron
el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a
enterrar entre los judíos” (Jn, 19,39s)
[2] El problema que aquí, con
esta anécdota, se apunta es mucho más complejo y trascendente, y corresponde a
lo que José María Iraburu llama “analfabetismo
del lenguaje simbólico”, ya que “lo sagrado implica un lenguaje simbólico,
no-verbal, hoy casi ignorado por el hombre occidental moderno, desarraigado
voluntariamente de sus tradiciones, decididamente analfabeto para este lenguaje”. Es una cuestión de gran calado, ya que, continúa,
“La pérdida o atenuación del sentido de
lo sagrado es, sin duda, una enfermedad espiritual grave, que tiene importantes
consecuencias en la vida espiritual cristiana. No conviene, pues, ignorarla o
aceptarla pasivamente, como si fuera irremediable -una presunta exigencia de
nuestro tiempo-. El sentido de lo sagrado, y en general, la sensibilidad
simbólica, es un valor propio de la naturaleza humana”. Iraburu, José
María. Sacralidad y Secularización.
Fundación GRATIS DATE. Pamplona, 2005. P. 13
Quiero dejarte aquí escrito simplemente mis felicitaciones por haber tenido el privilegio de rezar y contemplar los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo en los mismos lugares donde ocurrieron. Deben de ser unos momentos tan trascendentes que seguramente supongan un punto de inflexión en tu vida como creyente. Eres muy afortunado.
ResponderEliminar¡Qué bien te has expresado!
ResponderEliminarEs fácil transportarse a esos lugares después de haberlos conocido porque te envuelven sus sonidos, aromas, no sólo la vista. Incluso habiendo visto lugares en paginas de internet, no es lo mismo que verlas en el mismo sitio.
De todas maneras lo que importa es lo que sucedió hace 2000 años en esa tierra ¡Vaya si importa! MLuz
¡¡Preciosa descripción y preciosa experiencia!!
ResponderEliminarToda una experiencia, dichoso de tí que la has podido vivir. Por cierto, me parece fantástico que defiendas tus creencias con la solidez con que lo haces. Solo así se puede mantener el conocimiento indispensable, y es preciso que muchos lo hagan de esta manera. Te felicito sinceramente.
ResponderEliminarEs una experiencia de vida tan espiritual que el corazón vuelve a brincar de alegría al leer tu redacción y recordar lo ahí vivido. Agradecer a Dios el haber estado en estos lugares sacratísimos, en los que se confirma el amor a Jesús, a la Santísima Virgen, con el ansia sensible, afectiva y racional de serles fieles hasta la muerte. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestros amables e inteligentes comentarios. En un honor que os toméis la molestia de leer mi Blog.
ResponderEliminar