martes, 18 de septiembre de 2012

En Tierra Santa IV




En Caná de Galilea

La peregrinación a Tierra Santa había sido organizada por un grupo de matrimonios, que se reúnen mensualmente en casa de alguno de ellos, agrupados en el Movimiento Familiar Cristiano (MFC). Por tanto, la visita a Caná de Galilea revestía para nosotros una particular importancia. Es más, uno de estos matrimonios celebraría allí sus bodas de plata matrimoniales.

Caná de Galilea es una localidad situada a unos ocho kilómetros de Nazaret, en dirección a Tiberíades. Su población es mayoritariamente árabe, como la de Nazaret.  Se trata de los llamados "árabes del 48" o "árabes israelitas", y algunos de ellos son cristianos. Son una minoría. Nuestro guía, Samer, era uno de ellos, árabe y, en su caso, católico. Un héroe. 

La ciudad de Caná aparece en los evangelios porque aquí fue donde Jesús hizo su primer milagro. Tanto es así que comercialmente la pequeña localidad se aprovecha de ello; nosotros tuvimos ocasión de comprar “souvenirs” en un establecimiento denominado “The first Miracle”, de modo muy convincente, que es el que puede verse en la foto de más arriba.

Existe una iglesia realmente preciosa en el sitio en el que, al parecer, estaba el local de “bodas y banquetes” al que acudió Jesús, acompañado de su madre, la Santísima Virgen, a una boda, sin duda de algún pariente o amigo, de gente a la que conocían bien y sin duda apreciaban.

Allí se produjo una escena entrañable, por el cariño y amor que se desprende de la actitud de ambos, por el cuidado por los detalles y por la atención a los demás. Pero dejemos que sea el evangelista San Juan quien nos lo cuente (Jn 2, 1-11):

“En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vivo y la madre de Jesús le dice:
−No les queda vino.
Jesús le contesta:
−Mujer, déjame: todavía no ha llegado mi hora. Su madre dice a los sirvientes:
−Haced lo que él os diga.
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
−Llenad las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les manda:
−Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.
Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al novio y le dice:
− Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos el malo; tú, en cambio, has guardado el vivo bueno hasta ahora.

Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.

Me resulta delicioso ver como nuestra Santa Madre ejercita la autoridad materna. Se ha dado cuenta de que los novios están en una situación comprometida al habérseles acabado el vino, algo muy grave en una boda. Decide intervenir y “ordena” amorosamente a su Hijo que haga algo. Está segura de ser obedecida. Nuestro Salvador, como todo buen hijo, se somete a su Madre y decide hacer lo necesario para permitirles superar el apuro. Lo hace a la perfección, con completa discreción y máxima eficacia. Por que no olvidemos que “todo lo hizo bien”, como leemos en San Marcos (Mc 7, 37).

Y ese “haced lo que Él os diga” es aplicable también a todos nosotros. Otro gallo cantaría en nuestras vidas, y en las de todo el mundo si siguiéramos el consejo de nuestra Madre del Cielo.

En Caná, algunos matrimonios renovamos nuestra promesa matrimonial. Fue algo emocionante y que nos dejó sumidos a todos en un estado de intensa alegría. De alguna manera nos volvimos a casar, ante la Iglesia y ante el pueblo, y además, esta vez, ante alguno de nuestros hijos. Volvimos de nuevo a pronunciar la frase con las que un día lejano nos entregamos mutuamente, el marido a la mujer y la mujer al marido. «Yo, “N”, te quiero a ti, “N”, como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida». Previamente habíamos sido de nuevo interrogados sobre nuestra libertad y aceptación voluntaria, como se hizo el día de nuestra boda. Con aquella hermosísima fórmula aquel ya lejano día nos comprometimos a querernos para siempre. De esa promesa surgió nuestra familia y nacieron nuestros hijos, y creamos, por ese acto de libertad, una realidad que nos superaba a ambos y que sin ninguna duda es una fuente de felicidad imperecedera: la familia.



Benedicto XVI, en el VII Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en Milán el pasado mes de mayo de 2012, evocó las Bodas de Caná al responder a una joven pareja que pronto contraería patrimonio, y a la que había una palabra que les atraía y les asustaba al mismo tiempo: "para siempre". El santo Padre respondió con el ejemplo de lo sucedido en Caná:

“El primer vino que se sirve es estupendo: es el enamoramiento. Pero no dura hasta el final: debe venir un segundo vino, es decir, debe fermentar y crecer, madurar. Un amor definitivo que llega a ser el segundo vino que es más bello, mejor, mejor que el primero. Y esto es lo que debemos buscar.

Por último, me gustaría destacar, con San Josemaría, que el "matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social: es una auténtica vocación sobrenatural".

1 comentario:

  1. Muy entrañable el comentario. ¡Gracias porque es una reflexión que hay que hacerse con frecuencia!MLuz

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