Fuente: City Journal
Fecha: 28 Marzo 2011
La felicidad se escapa la que la persigue, advierte Pascal Bruckner en un artículo sobre las contradicciones de una existencia centrada en el cumplimiento de los propios deseos. El ensayista francés Pascal Bruckner, autor de obras como La tentación de la inocencia, rastrea la génesis de las ideas contemporáneas sobre la felicidad y sostiene que, paradójicamente, la sociedad que ha dado más importancia a la felicidad individual es la que cuenta con un porcentaje importante de insatisfechos e infelices.
Como Bruckner dice también en su libro La euforia perpetua, a partir del siglo XVIII se generalizó una nueva concepción de la felicidad. En su desarrollo estuvo implicada la ciencia y la técnica, que consagraron una visión optimista del progreso: “De repente –escribe en City Journal– este mundo ya no estaba condenado más a ser un valle de lágrimas; el hombre ahora tenía el poder de reducir el hambre, aliviar la enfermedad y dominar mejor su futuro”. La filosofía ilustrada canalizó esta actitud al considerar la tierra como un paraíso.
La Ilustración dio al hombre confianza para poder conseguir por sí mismo la felicidad; de ahí la importancia de la educación y de la política, porque se pensaba que la sociedad tenía la capacidad de eliminar todo el sufrimiento. Estas ideas se consolidaron a lo largo del siglo XIX y en gran parte del siglo XX. Sin embargo, a juicio de Bruckner, en la década de los sesenta del pasado siglo se produjeron dos fenómenos importantes: la generalización del consumismo, gracias al crédito, y el individualismo; ambos terminaron transformando el presunto “derecho a la felicidad” del que hablaba la Ilustración en un “deber de ser felices”, como parece ocurrir en la sociedad de masas.
Una felicidad que se puede comprar
El capitalismo, señala Bruckner, alentó el consumo y éste se concibió pronto como el medio de asegurar la satisfacción de todas las necesidades. Los nuevos instrumentos de crédito adquirieron entonces un papel determinante porque hicieron posible la realización de los deseos sin pensar en las contraprestaciones. En una época anterior “cualquier persona que quería comprar un coche, algunos muebles o una casa seguían un regla que ahora parece casi desconocida: esperaban, ahorrando sus monedas de cinco y diez centavos. Pero el crédito lo cambió todo; la frustración se hizo insoportable”. Con la nueva mentalidad, lo importante era vivir el presente y pagar más adelante. Como Bruckner recuerda, esta manera de actuar ha sido una de las causas de la crisis financiera.
Por su parte, desde una perspectiva individualista, la felicidad la tiene que buscar uno mismo, de forma que la insatisfacción es responsabilidad exclusiva del individuo. “Si no me siento feliz, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo”. Esto explica, a juicio de Bruckner, la proliferación de industrias relacionadas con la realización personal, que desde “la cirugía estética hasta las píldoras dietéticas, prometen reconciliarnos con nosotros mismos y realizar nuestro potencial”.
Pero si el hombre está condenado a ser feliz, entonces cualquier atisbo de infelicidad se convierte en una especie de enfermedad; los insatisfechos terminan viéndose como inadaptados. “Es obligatorio ser feliz” y quien no lo es no ha sabido sacar partido de todas las oportunidades que se le ofrecen. “Hemos de creer –continúa el pensador francés– que la voluntad puede fácilmente establecer su poder sobre los estados mentales, regular los estados de ánimo, y hacer de la satisfacción el resultado de una decisión personal”.
Obsesiones insanas
Para Bruckner “el culto occidental de la felicidad es (…) algo así como una intoxicación colectiva”. Y adquiere también rasgos obsesivos, como los que se descubren en la excesiva preocupación por la salud, rasero por el que se enjuician hoy la mayoría de las cosas: “En la comida, por ejemplo, no se distingue lo bueno de lo malo, sino lo saludable y lo no saludable. Lo apropiado prevalece sobre el sabor (…) La mesa de la cena se convierte en un mostrador de farmacia donde se pesan la grasa y las calorías (…) El vino debe ser bebido no por su sabor, sino para fortalecer las arterias”.
Es irónico que la sociedad que ha decretado la felicidad general sea también la que se encuentra más sometida a la regulación minuciosa de las conductas. Además, vincular la felicidad a una decisión personal y a las sensaciones subjetivas es un círculo vicioso porque, como refiere Bruckner, la preocupación por uno mismo no tiene fin: “Nunca se es suficientemente delgado, nunca se está suficientemente en forma, nunca se es lo suficientemente fuerte. La salud tiene sus mártires (…) La enfermedad y la salud se vuelven más difíciles de distinguir, hasta el punto de que corremos el riesgo de crear una sociedad de hipocondríacos”.
La obsesión por ser felices ha terminado formando una sociedad ansiosa, estresada, obligada a perseguir frenéticamente sus propios fantasmas. El hedonismo termina, pues, siendo enfermizo y se encuentra acosado por su propio fracaso, ya que, pese a todo, “la edad deja su marca, la enfermedad nos encuentra de una manera o de otra, siguiendo un ritmo que no tiene nada que ver con nuestra vigilancia ni con nuestra resolución”.
“Somos probablemente –concluye Bruckner– la primera sociedad en la historia que hace a la gente infeliz por no ser feliz”. Frente a esta situación, el pensador francés insta a reconocer que “no somos dueños de las fuentes de la felicidad” y que nuestra propia finitud debería llevarnos a ejercer “una humildad renovada”. Aunque tenemos la posibilidad de aliviar ciertos males –y es preciso luchar contra ellos– no podemos seguir concibiendo la felicidad como “quien encarga comida en un restaurante.
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