Este
es un artículo que escribí para la revista Buena Nueva, que fue publicado el 13
de julio de 2015, con el título La
belleza del matrimonio cristiano.
Aún recuerdo con nitidez esa mezcla de nerviosismo, ilusión y alegría que conformaban mi estado de ánimo en los meses inmediatamente anteriores a la fecha de mi boda, a pesar de que han pasado ya 20 años desde entonces. Son muy numerosos los asuntos a resolver, las personas con quienes hablar, las llamadas telefónicas, los presupuestos, los imprevistos, los viajes, reservas, compras, pruebas, etc. que abarrotan la agenda de los novios en las últimas semanas previas a la boda, y que llenan todos los minutos del día de los futuros esposos, que sin embargo suelen disfrutar de cada uno de ellos.
Generalmente, estos días previos al gran día en que el novio y la novia van a cambiar de estado civil, y cambiarán por competo sus vidas para siempre, quedarán grabados a fuego en la memoria, como un período especialmente feliz, venturoso y pleno.
Entre esa multitud de cuestiones que los novios deben afrontar previas al día de su boda está el “Cursillo prematrimonial”, y es a lo que se refieren estas palabras.
Es habitual, por desgracia, que se tenga en muy poco a estos cursillos de preparación inmediata para el matrimonio. La soberbia intelectual que caracteriza al hombre moderno, de cualquier edad, hace que sea frecuente escuchar frases como que “tenemos muy poco que aprender”, antes de cursillo, o que “no me han enseñado nada”, después del mismo. Basta darse un paseo por cualquiera de los foros para novios que proliferan en Internet en los que se habla del cursillo como algo “que hay que quitarse de encima cuanto antes”, dicen, algo para lo que nadie “tiene tiempo”, por lo que cuanto más breve y concentrado sea, pues mejor. La actitud hacia el cursillo suele ser la de considerarlo un puro formalismo, que no hay más remedio que afrontar, pero que no me aportará nada, y que cuanto menos dure y antes concluya, mejor. Y, lamentablemente, esta manera de verlos está hoy, y desde hace muchos años muy generalizada.
En mi opinión es un triste y extendido error verlo de esta manera tan negativa. Y voy a explicar por qué:
En primer lugar me gustaría citar que la Iglesia encomienda a la comunidad eclesiástica (no sólo al párroco, no sólo al cura) que asista a los fieles “para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección” [1] y esa asistencia se debe prestar, entre otras formas y momentos “por la preparación personal para contraer matrimonio, por la cual los novios se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado [2]”. Nada menos que eso, nada menos y nada más, en el cursillo se prepara a los novios para la Santidad. San Josemaría destaca una paradoja: “es más asequible ser santo que sabio, pero es más fácil ser sabio que santo” [3]. Por tanto, si todos hemos de ser santos, por ser esta la voluntad de Dios, Nuestro Padre, y por tanto los casados debemos serlo en nuestro matrimonio… ¿No será importante preparase para ello todo mejor posible, dedicando el tiempo y estudio precisos para ello? Para cualquier actividad nueva, o desconocida, que deseamos emprender en nuestra vida, necesitamos aprender unas habilidades básicas (conducir, cocinar, aprender un oficio o profesión, aprender el ejercicio de cualquier deporte como el esquí…). En todos estos casos buscamos siempre al mejor maestro, la mejor escuela y sabemos encontrar el tiempo preciso. Cuánto más necesitamos prepararnos para lo que va a ser un nuevo estado, una nueva vida, una nueva situación vital que va a abarcar todo nuestro ser, nuestro querer y nuestro entender desde el día de nuestra boda hasta el día final de nuestra vida en la tierra.
Y no cabe duda de que todos, y siempre, a cualquier edad, estamos en disposición de aprender cosas nuevas, y que a todos, siempre, hay personas que nos pueden enseñar algo. La vida matrimonial es completamente diferente de la que habitualmente lleva una persona soltera y joven, como suelen ser los novios. La pasión y el romanticismo en el que se desenvuelve normalmente el noviazgo, al tratarse de puro sentimiento, tarde o temprano termina. Pero el amor es otra cosa, que tiende a ser confundida muy a menudo con aquella pasión o arrebato amoroso. El amor conyugal, que se caracteriza por su específico carácter sexual, es un amor pleno y total, que tiende a una integración del varón y la mujer en toda su intensidad, abarcándoles en toda la extensión de su personalidad. Libremente el hombre y la mujer constituyen entre sí un “consorcio de toda la vida” [4] a través de la alianza matrimonial, “que fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados [5]”. Y ese sacramento, bien recibido, va a servir para que los esposos reciban la gracia sacramental, inmensa y sobrenatural ayuda para su vida conyugal.
Pero esta unión, basada en el amor conyugal y en la entrega total, no es un simple hecho, es un pacto, un vínculo jurídico, perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza [6], que está regulado por el derecho, y que genera derechos y obligaciones recíprocos y con el resto de la comunidad.
Brevemente hemos visto la trascendental importancia del sacramento del matrimonio, de lo distinto del estado matrimonial del que los novios tenían con anterioridad. Con el trascurso del tiempo es natural y previsible que el matrimonio sea puesto a prueba, que la relación conyugal pase por momentos de mayor dificultad. Y es en esos momentos “malos” cuando entrará en juego la gracia sacramental y especialmente, la “calidad” de la preparación que para el matrimonio haya recibido la pareja, que habrá servido par aumentar o completar su formación, y con ello sus recursos para hacer frente a situaciones de dificultad.
Acabo ya estas palabras haciendo alusión a S.S. el Papa Benedicto XVI, que el pasado 22 de enero pronunció un interesantísimo discurso dirigido a los miembros del Tribunal de la Rota Romana. Señala Benedicto XVI, sobre la importancia de los Cursillos Prematrimoniales que “Demasiado grande es el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio y de la familia fundada sobre él, para no comprometerse a fondo en este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y defendidas de cualquier posible equívoco sobre su verdad, porque todo daño acarreado a estas constituye de hecho una herida que se produce a la convivencia humana como tal”. Y sigue diciendo: “No hay que olvidar nunca, con todo, que el objetivo inmediato de esta preparación es el de promover la libre celebración de un verdadero matrimonio, es decir, la constitución de un vínculo de justicia y de amor entre los cónyuges, con las características de la unidad y de la indisolubilidad, ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, y que entre los bautizados constituye uno de los sacramentos de la Nueva Alianza”.
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